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Gobernador asesinado: infidelidades, excesos y un SMS amoroso

2012-10-17 10:18:58 |La muerte del gobernador Soria en Río Negro. El descontrol le puso fin a 40 años de pareja. Eran de familias muy distintas. Tuvieron una relación enfermiza y dependencia mutua.
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Se conocieron en Río Negro mientras eran adolescentes.



Carlos “El Gringo” Soria, hijo de un carnicero peronista hasta los huesos y una obrera de frigorífico que murió de vieja, con las manos tullidas. Susana Freydoz, descendiente de una familia tradicional, francesa y adinerada, ya comenzaba a tejer desde la sombra.



Ella, dicen, lo domesticó: le hizo sacar el blazer y las botas de gamuza de los ‘60 y quiso enseñarle modales a un tipo capaz de amenazar con arruinar a trompadas a un policía que descuidó su trabajo por piropear a una chica. Susana Freydoz no era, nunca iba a ser, una primera dama funcional y sumisa.



En algún momento fueron una pareja común, padres de cuatro hijos. Pero las infidelidades históricas, los excesos de furia, los desbordes de alcohol y la obsesión por el poder los convirtieron en dos toros de ojos rojos reventándose los cuernos.



Soria fue diputado nacional, ministro de seguridad de la provincia de Buenos Aires, jefe de la SIDE de la mano de Duhalde, dos veces intendente de Roca y gobernador por 21 días.



No leía libros ni reflexionaba como un político culto: cuando se enojaba con los empleados públicos se ponía rojo de ira, se le perdía la mirada y se le hinchaban las venas de la frente.



Los insultaba a los gritos y no dudaba en agarrarse a sillazos.



Una vez, cuando volvió a Roca después de ser considerado responsable político de las muertes de Kosteki y Santillán, una abogada le dijo: “Te vamos a pintar todo el municipio”. Y él le contestó: “Y yo los voy a cagar bien a trompadas”.



Y los esperó en la puerta. Así, en 2005, con sus desbordes de energía y sus pocas horas de sueño, terminó en el Hospital Italiano con un triple bypass. La reacción gélida de su mujer ya daba pistas de alguien que iba camino al hartazgo. “Es la vida que quiso tener”, dijo. Y punto.



Soria era autoritario y fanfarrón pero también, si lo venían a buscar de madrugada porque un chico necesitaba una ambulancia o un pobre no tenía donde velar a su muerto, no mandaba a nadie: iba él. Susana era despreciativa pero compañera. Crió a los hijos, le cuidó las espaldas pero nunca pudo con el pasado pobre de su marido. Ella, en reuniones con matrimonios amigos, decía: “¿Sabés lo que hizo éste?”.



El, dicen, no le pegaba pero respondía con la misma violencia verbal: “Esta pelotuda, esta loca de mierda”. Una vez, el hermano de Soria –carnicero– llegó con sus amigos a la lujosa chacra que ella había heredado de su padre. Susana miró a su marido y le dijo: “Sacame a estos negros de acá”.



Cuando ese hermano murió, Soria confesó a sus amigos que le tocaba sufrir en silencio. “Juntos eran una tempestad”. Lo dijo uno de sus hijos.



Pero en los últimos dos años, mientras se obsesionaba con no volver a perder la gobernación (había fracasado en 2003), los excesos aumentaron y las grietas del matrimonio se volvieron fracturas atadas con hilos. Dicen que el alcohol lo ponía hosco, difícil, cabrón y se lo veía siempre con los ojos celestes entre las cejas apretadas.



Las infidelidades, muchas y que él mismo se encargaba de ostentar por la ciudad, no eran desconocidas para Susana. Cuentan que él se la pasaba en la calle y cuando alguien lo saludaba explicaba: “Salí un rato porque mi mujer me tiene los huevos llenos”. Y no es que a las amantes se las llevaran encerradas en un baúl a su despacho: las visitaba él mismo, a cualquier hora. Cuando ella cumplió 60 años la encontraron en su chacra sola y desmayada: había mezclado pastillas con vino.



“En los últimos meses, mi mamá le robaba las pastillas a mi viejo del pastillero y las mezclaba con alcohol”, contó Martín.



Así construyeron una relación enfermiza y con dependencia mutua: no se soportaban pero tampoco se separaban.



Y en esa chacra donde vieron madurar su sociedad política y comercial –producía unos 90.000 kilos anuales de duraznos– estaban las armas que tenían para defender la casa vidriada de los ladrones: la Itaka, un regalo de la Bonaerense; la 9 milímetros, que usó en 2003 para salir por los barrios a hacer campaña; y el revólver calibre 38, herencia del padre de ella. La violencia intrafamiliar, se sabe, trasciende el instante preciso de un balazo.



Un mensaje de texto amoroso



Era 31 de diciembre y hacía un calor insoportable. Esa tarde, Susana no preparó las copas ni pasó horas frente al espejo eligiendo su ropa más elegante. En cambio, mientras su marido probaba un lugar en la pared para colgar un llavero, ella lo toreó: “Queda horrible”.



El, lo revoleó y no le contestó. Más tarde, cuando él empezó a cortar el pernil, ella le recriminó: “Lo estás cortando muy grueso”.



El la miró, apoyó la cuchilla y le dijo: “Entonces cortalo vos”. Anocheció y con la familia sentada a la mesa y un karaoke de fondo, él agarró un micrófono y empezó a cantar un tango mientras bailaba con sus nietas. Ella, delante de todos, le dijo: “Estás haciendo el ridículo. En público”.



El no le contestó. Pero cuando se hicieron las 12, brindó con todos menos con ella. Lo que se estaba gestando era el final de una semana frenética y obsesiva: después de meses de perseguirlo por la ciudad y de investigarle los teléfonos para descubrir una infidelidad, había encontrado un mensaje que el flamante gobernador le enviaba a su amante: “Pese a todo te sigo extrañando”.



Susana Freydoz (61) llegó ayer a la primera audiencia del juicio en un auto del hospital en el que está internada desde que mató a su marido, el entonces gobernador de Río Negro Carlos Soria. Está acusada de homicidio calificado por el vínculo, agravado por el uso de armas de fuego, y la única manera de evitar o atenuar una cadena perpetua es mostrarse así: dopada y víctima de un trastorno psiquiátrico. Se negó a declarar, mantuvo la mirada en el piso y lloró cuando escuchó lo que sus hijos habían dicho de ella . Fue autorizada a permanecer en una sala contigua mientras se lleve a adelante el juicio.



En cambio, sí declararon ayer ante los jueces Carlos Gauna Kroeger, María García Balduini y Fernando Sánchez Freytes su hija María Emilia (lo hizo a puertas cerradas), el novio de ella, Mariano Valentín, y dos policías que estaban de custodia la madrugada del crimen.



“Cuando llegué mi viejo estaba desnudo y tenía sangre en los oídos, pero aún respiraba. Corrí al baño y me encontré a mi mamá acurrucada en el piso forcejeando con mi hermana. Le grité: ‘¡¿Qué le hiciste a papá?! ¡Sos una hija de puta!’ Nunca me voy a olvidar de la mirada que tenía: oscura, como un perro cuando muerde ”. La declaración, que ayer leyeron en voz alta, es de Martín Soria, uno de los cuatro hijos de la pareja y actual intendente de General Roca. Esa madrugada, cuando se fueron todos, Carlos Soria apiló las sillas, entró a la chacra, dio un portazo y se metió en el dormitorio.



“Ella lo siguió –declaró Emilia, la única hija que estaba en la chacra–. Enseguida discutieron. Ella le gritaba: ‘¡Por tu culpa me voy a matar!’ Y él le decía: ‘Estás loca’. Cuando escuché el disparo, entré. Mi mamá tenía la expresión de un monstruo. Me miró y me dijo: ‘La bala era para mi’. Y empezó a correr para todos lados, quería agarrar el arma. Gritaba: ‘¡Dejame terminar con esto!’”.



Fueron sus hijos y tres amigas íntimas quienes ayer empezaron a destejer. Describieron a una mujer que justo cuando acababa de conquistar su deseo –él, por fin, gobernador; ella primera dama– se obsesionó con la posibilidad de que “un gato” se lo arrebatara.



Contaron que Susana le revisaba el celular , copiaba los teléfonos y llamaba a uno por uno para ver de quiénes eran. Que durante la campaña se escondía en su auto cerca de la municipalidad –antes de ser gobernador por 21 días, Soria fue intendente– para ver con quién salía. Que obligó a una secretaria a dejarla revisar la computadora de su marido. Que siempre había querido controlarlo: que, alguna vez, le puso Lexotanil picado en el mate para que se quedara en casa .



Hasta que, una semana antes de matarlo, encontró las pruebas: una tal Paula, kinesióloga de 36 años, amenazaba con su juventud robarle lo que le pertenecía. Encontró el mensaje y se lo mostró a sus amigas. “Separate, Susana”, le aconsejaron ellas.



“A esta altura de mi vida yo no se lo voy a regalar a ninguna chirusa” , contestó. Y empezó a montar guardias en la puerta de la casa de la amante. “Tenés que ir a un psicólogo”, le dijeron los hijos. No quiso.



Una primera dama tiene una imagen que cuidar.



Después, el drama. Aquella madrugada, cuando llegó la ambulancia, Soria había sufrido un paro cardiorrespiratorio.



La bala del revólver calibre 38 le había entrado por debajo del ojo izquierdo, le había fracturado el cráneo y se había alojado en el cerebro. Su yerno lo había inclinado hacia adelante para evitar que se ahogara con su propia sangre. Intentaron reanimarlo pero cuando le tocaron las córneas, ya en el hospital, y vieron que había perdido el último reflejo, anotaron fecha y hora de la muerte: 4.47 del primer día de 2012

VG
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