Cuando lean una novela y se den cuenta de que empiezan a narrar un sueño, sáltense cuatro páginas. Si les empiezan a hablar de dobles, dejen el libro. Si la palabra "identidad" aparece en el texto de la solapa, griten "fuego". Identidad, igual que ironía o estilo, es una de esas palabras que tienen que existir porque designan una realidad, pero que no se deberían usar jamás. ¿Qué es posible sino el bochorno cuando un humorista anuncia que va a ser irónico? ¿Cuando un periodista explica que trata de forjar un estilo al escribir? ¿Cuando un escritor dice que indaga en el misterio de la identidad? Ya, chaval, ya... Qué manera de arruinar el misterio. Sahar Bhan Bewa, la mujer de la fotografía, sí que tiene un problema de identidad muy concreto y muy molesto. El censo de la India nunca se dio por enterado de su existencia y, ahora Sahar, y con ella, una cifra indeterminada de personas, llama a las puertas de la ciudadanía, agraviada. Bien: no cabe mucha ironía con la exclusión ni con el lío que le espera a la República de la India, pero sí cabe la paradoja. ¿Alguien en la sala ha leído Mis rincones oscuros, de James Ellroy? Por allí desfilaban decenas de delincuentes impunes que, en la era predigital, habían podido escapar de sus crímenes por el sencillo método de mudarse de ciudad y cambiar una letra de su apellido. En esa época, los censos eran impracticables y la identidad no era un equipaje pesado con el que cargar para siempre. La impunidad es una cosa horrible, por supuesto, pero aquella ligereza identitaria tenía que tener su gracia.